Se ve que por Soria se ha liado parda
con el artículo publicado por Javier Marías en El Pais
Semanal el domingo 15 de Abril.
¡Qué barbaridad, a ver si ahora resulta que para que
unos sientan la inspiración poética otros tienen que vivir enclaustrados!
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CUANDO UNA CIUDAD SE PIERDE
No es presunción, pero me consta que algunas personas han visitado la ciudad de
Soria en los últimos años por las numerosas veces en que la he mencionado con
afecto y elogio. A esas personas les debo una explicación, si se han pasado por
allí recientemente, y una advertencia a quienes aún tengan pensado
acercarse por cau sa de mis recomendaciones. Tanto apego sentía yo por Soria
-lugar de muchos veraneos de infancia- que hace doce años, y tras más de veinte
de no pisarla, alquilé el que había sido el piso del gran amigo de mi familia
Don Heliodoro Carpintero, quien además, en parte, me enseñó a leer y escribir.
Durante este periodo he pasado temporadas en primavera, verano, otoño y en el
crudo invierno, y en esa casa, con vistas al precioso parque conocido como la
Dehesa, he escrito parcialmente mis últimas cuatro novelas. Ha sido un refugio
en todos los sentidos del término… hasta que se ha convertido en lo contrario
-un asedio- y me he visto obligado a abandonar la ciudad y ese piso. El último
lustro en Soria ha sido insoportable, y casualmente ha coincidido con el
reinado, como alcalde, de Carlos Martínez Mínguez, del PSOE -se lo pudo ver a
menudo hace unos meses como escudero de Carme Chacón-.
La ciudad ha celebrado
siempre unas fiestas largas, de una semana, los sanjuanes, consistentes sobre
todo en la murga non-stop (día y noche) que las llamadas “peñas” endilgan a los
habitantes con unas monótonas charangas. Bien, uno evitaba aparecer por allí en
las fechas correspondientes. Pero en estos últimos cinco años parece que los sanjuanes
duren las cuatro estaciones. El pasado otoño la cosa fue notable. Vinieron las
fiestas de San Saturio (patrón local), que solían ocupar dos o tres días y
ahora se alargan casi siete, y se erigió una carpa estridente en la Plaza
Mayor, tan alta como el Ayuntamiento; luego, el puente del Pilar se fes tejó
otra semana, con la ciudad invadida por un “mercado medieval” (ya saben, venta
de chucherías y de alimentos incontrolados, de salubridad dudosa). El 22 de
octubre, que ya no era nada, fue un buen ejemplo de lo que sucede: a lo largo
de once horas -once-, grupos de “dulzaineros” o “gaiteros” atronaron el lugar
sin descanso, mientras parte de la ciudadanía disputaba algo semejante a una
carrera sin pies ni cabeza y otra parte saltaba sobre colchonetas en una plaza
muy céntrica, todo ello acompañado de música y “ánimos” estruendosos por
altavoces. Era como si la ciudad hubiera enloquecido. Lo malo es que esa es la
tónica general. Teatros de autómatas tocando salsa ocho horas diarias en
verano; desde febrero, ensayos de tambores y trompetas para la Semana Santa
(qué diablos tendrán que ensayar, si es lo mismo desde hace siglos); bares y
terrazas proliferantes, sin control alguno, con la música a tope y sin respetar
los horarios (si el dueño del que padece uno cerca es además un malasangre,
imagínense la tortura); mastuerzos a grito pelado de madrugada, sin que la
policía municipal nunca se inmute; conciertos y actuaciones cada dos por tres
en pleno centro, bafles hasta las tantas; botellones en el delicado parque, que
queda arrasado; un “trenecito” turístico que recorre la ciudad metiendo más
ruido que otra cosa; un sistema de recogida de hojas a mil decibelios… El
Ayuntamiento, en vista de que los ociosos juegan sin cesar a la tanguilla en la
Dehesa, sustituyó el suelo de tierra o grava por uno de asfalto, gracias a lo
cual el estrépito es continuo: clink, clank, clonk, vuelve loco al más cuerdo.
Por no hablar de las procesiones, de las que pocas poblaciones se li bran en
este Estado nacional-católico en el que seguimos viviendo. (Añadan a unas
caseras infragaldosianas, esto a título particular mío.)
Por si no bastara todo esto, acaba de comenzar una disparatada y descomunal
obra justo al lado del parque (que sin duda se verá muy dañado), para construir
un superfluo aparcamiento subterráneo. Existe ya uno a unos centenares de
metros, que está siempre medio vacío. La obra del nuevo e inútil (útil sólo
para destruir) se prevé que dure dos años, así que échele tres, por lo menos, de
zanjas, vallas, perfo radoras, tuneladoras, lodo, polvo y árboles muertos. Como
para pasear por allí, sin duda. Los sorianos son muy dueños de tener la ciudad
que quieran, faltaría más, y a buen seguro están contentos con su alcalde, pues
lo reeligieron hace menos de un año. Ahora bien, si antes Soria era un lugar
singular, decoroso y digno y con enorme encanto, ahora –cómo decirlo- con su
“valencianización” permanente, se ha convertido en un sitio vulgar, como
cualquier otro. De la de Machado y Bécquer no queda nada, y maldito lo que
estos dos poetas les importan a las actuales autoridades. La transformación es
sintomática de lo que es hoy España: si una localidad pequeña, castellana, austera,
tranquila y fría se ha convertido en un espacio ruidoso, impersonal y festero
(no sé de dónde sale el dinero para tantos “entretenimientos” municipales), da
escalofrío imaginar lo que serán otras de mejor clima y costeras. Dejo allí
buenos amigos (Ángel, Sol y Alejandra; Enrique y Mercedes; Fortunato y Lourdes
y Álvaro; César, y Jesús y Ana; Emilio Ruiz, que murió justo cuando me
despedía).
Seguiré animando de lejos al equipo de fútbol, el Numancia; los
buenos recuerdos de hoy y de antaño prevalecerán sobre los malos recientes,
seguro. Pero, así como los sorianos son libres de cargarse su ciudad (desde mi
punto de vista), yo lo soy de largarme, aunque con mucha pena. Un adiós
significativo.
JAVIER MARÍAS
(El País Semanal, 15 de abril de 2012)